Loli

    

    Tu hermano me abrió hace años una puerta a vuestra casa. No, una puerta no: Era un portón que daba a un patio machadiano donde brillan eternas las aspidistras y un busto clásico, colocado con estudiado descuido, dormita entre las plantas. Entré en tu casa y a partir de ahí mis recuerdos mezclan vivencias y relatos. Tu madre (piel blanca y joven; ojos de un azul indefinible) me observa, me cuenta relatos de vuestra infancia (mis hijos jugaban siembre en el corral; a mí no me gustaba que salieran por ahí...) y entremete algún que otro estilete de manera elegante a una de las muchachas. Tu padre, ensimismado, parece un filósofo que no deja de pensar; responde con monosílabos; obedece estoicamente a las indicaciones de quien esté por allí; y bebe a sorbitos su vino aguado. Popo se mueve diligente en la minúscula cocina (papas con choco, cocido, tortas de naranja, rosquitos, fritos de bacalao...) sin apenas dejar rastro y con escasas y breves entradas al salón. El patio brilla tras la reja. Entras como un raudal. Con una hija, una nieta, una amiga. Y piropeas a tu padre como las olivareñas hacen con los recién nacidos en sus puertas. Tu padre se deleita aunque no lo muestre. Tu madre te mira como miraba tu madre. Entra Pepe a recoger a tu padre para llevarlo al campo. Vienen más hermanos. Un día viene Charito y tomamos un botellín fresquito en el patio. Y tú siempre como un río caudaloso. Las dos hermanas hablan de cómo Fulanita tiene las "luces" (ay, el vicio de Olivares...). Las dos hermanas se mueren de risa mientras limpian mal las platas de la Virgen y el hermano mayor las amonesta y las manda a tomar sol y cervezas... 

    Yo miro y admiro la casa, que me susurra historias. Las muñecas vestidas pulcramente, el desván al que se llega por una escalera misteriosa. La puerta principal que da a la iglesia. Es una casa cinematográfica que habla sola. Y tú en ella, puro raudal. Un raudal que conocí por primera vez a través de  tus famosos audios ("Hola a todos...") dignos de una auténtica locutora. 

    El regalo de Hipólito me ha permitido vivir contigo instantes fugaces pero suficientes para apreciarte y admirarte. Me gusta lo que cuentas y cómo lo cuentas: tu acento y esas palabras  de tu pueblo blanco y anclado en el tiempo; la perfecta organización de la frase en tus labios. Me encanta tu fuerza arrolladora: has descubierto que es mejor comerse la vida antes de que sea al revés. Admiro tu curiosidad insaciable: viajes, arte, jardines, cine, radio... Tu inquietud, tu amor por los tuyos, tu vocación de hermana mayor (posición que compartimos pero de la que yo llevo huyendo años). La alegría como bandera, que diría Almudena Grandes.

    Nunca dejaré de agradecer el momento en que una de las personas más importantes de mi vida me abriera una rendija  a vuestra casa y a vuestra familia. Yo me colé sin tapujos, me enamoré de tus padres y me siento feliz de haber compartido  con vosotros algunos gozos y algunas sombras. 

    Y en este día especial (sexagésimo quinto aniversario dice el maestro) te quiero regalar estas palabras de admiración y cariño. Sigue así, Loli: atrapa la vida con esa energía que te llena y te hace única. 

    Feliz cumpleaños, mi niña bonita.